Monday, December 26, 2005

Un Cuento de Navidad

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Mamá, ¿como celebraban Noche Buena cuando eras niña? fue la pregunta que me hizo Arthur, el menor de mis hijos, cuando regresábamos a casa después de la clásica reunión familiar.
Con magia!, fue mi respuesta. Y mil evocaciones vinieron a mi mente: la casa de mis abuelos, la visita de mis primas que llegaban de la ciudad de México para pasar esos días con nosotros, o bien el viaje hacia la capital del país para celebrar las fiestas en su casa.
Un recuerdo forma parte entrañable de esos días: en el Seminario Diocesano despejaban todo un edificio para albergar al Nacimiento que ahí ponían. En cada salón se colocaban diversos pasajes bíblicos... la Anunciación, la Visitación, el Nacimiento, la visita de los Magos a Herodes, etc. Las paredes estaban forradas con papel que imitaba piedras, cuevas elaboradas para albergar en ellas cada pequeña ciudad. Las luces eran colocadas estratégicamente para crear una atmósfera cálida y acogedora que dirigiera la atención sobre los diversos pasajes sin que se perdiera el encanto del diseño y la facilidad para transitar por los corredores sin tropezar.
Y entre las compras para la cena, los regalos y la selección de aquello que se pediría a Santa, transcurrían los días previos a la reunión del 24.

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Por fin llegaba el día en el que sabíamos que el centro de todo era el nacimiento de Jesús y que era por El que recibíamos esa muestra de amor en los regalos que inocentemente pedíamos. Con un cúmulo de emociones combinadas llegaban los juegos, las oraciones, la piñata (si es que a alguien se le ocurría llevarla), la cena y la tremenda inquietud que nos invadía a todos los pequeños porque para nosotros era la noche más larga del año. Después de unas horas de convivencia nos enviaban a dormir y entre vueltas y vueltas en la cama luchando por conciliar el sueño surgían las miradas a través de la ventana esperando ver la inminente llegada de San Nicolás.
Las noches frías con cielo despejado permitían apreciar la luz de las estrellas y la luna con toda claridad. Estrellas fugaces surcaban de vez en cuando el horizonte y con ellas viajaba el pensamiento soñando que la luz que cruzaba el cielo podría ser el trineo esperado. La emoción nos embargaba y a hurtadillas caminábamos hacia la sala en donde el aroma del clásico pino navideño se unía a los mil colores de las luces que lo adornaban. Más tardábamos en iniciar el recorrido que en ser regresadas dulcemente a la cama por los adultos que aún seguían compartiendo.
Tras largos esfuerzos lográbamos quedarnos dormidas y a primera hora corríamos hacia el árbol en donde nos esperaban los regalos pedidos en las cartas que escribíamos a Santa Claus. Con la magia del momento reflejada en nuestros rostros, entre risas y juegos descubríamos una a una aquellos presentes que anhelábamos de tiempo atrás.
Y mientras cada quien se embelesaba en sus juguetes, rodeada de los míos me quedaba frente al árbol que siempre tenía sus luces encendidas, embriagada por aquellas series especiales que mis abuelos ponían especialmente para mi... aquellas burbujas con un tubito de cristal que contenían un líquido de colores que al calor de los focos poco a poco empezaban a hervir.
Y el tiempo se detenía mientras el momento se hacía eterno, dejando en el corazón de una niña grabados para siempre, recuerdos que se plasmarían en dulces encuentros en los años venideros al revivir con sus pequeños, año tras año, la magia de los árboles, de las luces, de los cantos, de los juegos girando en torno a un Nacimiento.

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